Profecía autocumplida
“Ya sabés, cuando quieras pasar un buen momento, avisame…”, me dijo y me guiñó un ojo. Se sentó en la cama y comenzó a vestirse.
Sentí un malestar en el estómago, pero no le dí importancia.
Cuando él cerró la puerta, volví a recostarme, prendí la tele, justo empezaba una peli que hacía rato quería ver. La miré un rato, pero no lograba conectarme. Apagué la tele, me levanté, dí un par de vueltas por la casa, me preparé un mate y me puse a regar las plantas mientras los grillos comenzaban a dar sus primeros conciertos a la naciente noche.
Estaba echando agua al último plantero y sentí un dolor insoportable en la boca del estómago. Me tuve que sentar de cuclillas, estuve en esa posición por largos segundos.
Después, mientras me sostenía por la pared, me fui incorporando de a poco. Comencé inhalar y exhalar y me fui a recostar en la misma cama, sobre las mismas sábanas, que varios minutos antes fue testigo de un acto sexual.
Por instinto, me acomodé en posición fetal y sin ningún tipo de anuncio, comencé a llorar desconsoladamente. No entendía qué me pasaba. Sólo lloraba sin parar.
Pasaron un par de horas. Cuando salí al patio, la luna llena brillaba en todo su esplendor. Algunas lágrimas rezagadas, decidieron salir, me las sequé y me fui a caminar por el parque.
Unos días después, como cuando una pelota de pool finalmente cae en la buchaca, entendí y me entendí.
Hacía más de una década que conocía a Ernesto, nos presentaron en una reunión de trabajo. Desde el principio, hubo buena conexión, pero sabía que estaba casado y tenía hijos. Pasó el tiempo y no lo volví a ver. Hace un par de meses lo encontré en un supermercado, nos pusimos a charlar y sentí que aquella química seguía ahí, intacta.
Pasó algunas veces por la oficina como de casualidad hasta que finalmente me invitó un café. Charlamos largos minutos, me contó algunas cosas de su vida, cómo fue su separación y demás. Esa tarde quedamos en ir a tomar un helado, “a la siesta, viste que por ahí es más tranquilo”, me dijo. “Sí, dale”, fue mi respuesta.
Desde el momento en que nos separamos, la voz en mi cabeza dijo: “Sólo busca alguien para pasar el rato”. “No, nada que ver”, le retruqué.
Pasaron los días y esa idea seguía dando vueltas, a lo que yo seguía respondiendo sin convicción: “Eso no es así”.
Salimos un par de veces más. Me parecía que “algo” nos pasaba porque los momentos compartidos eran muy lindos, cálidos.
La vocecita seguía diciéndome lo mismo.
Hasta que finalmente un viernes, a la siesta, pasó por mi casa y desnudó –en forma solapada-, su intención de que sólo seamos amantes.
Al parecer, la vocecita tenía razón y “nada bueno” podía salir de esos encuentros, tal vez ella intervino para que la profecía se cumpliera. Pero ya nada importa porque... nunca más lo volví a ver.
Tal vez ese, era el fin de la profecía.
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