Manos que enlazan
Una tarde de verano, tiempo de vacaciones para ser más precisa, un par de primos y yo decidimos salir a dar unas vueltas en bicicleta. Como los que guiaban la caravana eran dos de los mayores, nos animamos a recorrer un camino que nos llevaba hasta las afueras del pueblo. Esa zona no era conocida para mí, ya que no estaba en el camino que habitualmente recorríamos con mi familia cada vez que visitábamos a los abuelos.
Casi llegando a una ruta que comunicaba con otro pueblo cercano, encontramos una vieja casa hecha de barro y con el techo a dos aguas, como se estilaba antes. Era chiquita, con un cerco hecho con madera del lugar, todas las tablas estaban pintadas de blanco. En la vereda, estaba sentado un señor muy mayor, que tenía algo así como una cinta gruesa y oscura en una mano y un cuchillo en la otra.
Mis primos mayores lo saludaron y siguieron. Yo lo miré unos instantes, pero no lo saludé porque no lo conocía, no sabía quién era.
Cuando volvimos a la casa de mis abuelos, le pregunté a Roberto –el mayor-, quién era ese hombre.
-Se llama don Enrique. Es talabartero, trabaja con cuero y hace artesanías y algunos de las tantas cosas que se necesitan para montar un caballo. Es un buen hombre, por lo menos eso dicen quienes lo conocen-, dijo mi primo como quien bosqueja un retrato a lápiz.
-Ah-, fue mi respuesta y nos fuimos a la cocina a tomar la merienda que la abuela ya tenía preparada sobre el mesón de la cocina.
Unos días después, volvimos a pasar por el lugar y esta vez, más voces se sumaron al saludo al hombre que seguía sentado en el mismo lugar y casi en la misma posición.
Yo, que ya tenía el oficio de andar coleccionando historias, sentía muchas ganas de conversar con ese señor mayor de porte amable, distante y serio.
Entonces, la última tarde de vacaciones decidí que era el momento de ir a charlar con él.
-Buenas tardes-, dije casi tímidamente cuando me bajé de la bicicleta.
-Buenas tardes moza-, contestó casi sin poder disimular su sorpresa porque una chiquilla de 13 años llegaba hasta su portón.
-Qué se le ofrece-, me preguntó y siguió trabajando con algo así como un listón de cuero.
-Eh… Bueno, en realidad vine porque soy curiosa y quería saber qué es lo que usted hace con eso-, y le señalé el cuchillo y demás enseres.
Don Enrique levantó la mirada, entre sorprendido y a la vez intrigado por mi pregunta, se levantó y acomodó la vieja gorra gris que tenía en la cabeza y me dijo:
-Espere que le traigo algo para sentarse y le cuento-. Acto seguido -con cierto esfuerzo-, el hombre se levantó, ingresó a su casa y me trajo una silla hecha de unas ramas retorcidas pero liviana.
-Siéntese-, dijo y me entregó la silla.
-Soy talabartero, hago artesanías con cueros de vaca y esto que tengo es mis manos es un tiento de cuero. Era de un toro “ñaró” (malo en lengua guaraní) que andaba por un campo vecino pero que un día murió en una pelea con otro toro pampa-, contó, tragó saliva e hizo una pausa. Se quedó con la mirada fija en el tiento, mientras le seguía pasando el cuchillo.
Un par de minutos después, como quien despierta de golpe de un sueño, me miró y agregó:
-Hace un montón que lo tengo, es de una parte muy dura, difícil de trabajar. Quería hacer un lazo, esos que se usan para enlazar las vacas, pero me cuesta, no sé por qué-, y dejó la pregunta en el aire.
-Tal vez quiere seguir siendo mi compañero para ser un lazo diferente, un lazo que va juntando a la gente, así como hoy te trajo a vos para preguntarme qué hacía-, reflexionó haciendo una mueca parecida a una sonrisa. Y el silencio se volvió a adueñar de él.
Pasaron varios minutos y don Enrique continuaba ensimismado, quién sabe por qué caminos de cueros, tientos y lazos andaba.
Sin hacer ruido, me levanté y volví a la casa de mis abuelos.
Nunca más lo volví a ver pero en mi memoria, quedaron esas viejas manos, un tiento de cuero resistente y el anhelo de enlazar hechos, personas y recuerdos. Algo que yo también intento hacer, con mis palabras.
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