El enemigo silencioso

Como una mancha de aceite en forma lenta, pausada y pesada, se va extendiendo y fortaleciendo.

Miedo.

Así, con esa única palabra se puede denominar a esa emoción que atraviesa el alma, que la corroe.

La definición de este sentir dice: “Es una emoción de caracterizada por una intensa sensación desagradable provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o incluso, pasado”.

Y es que cuando no es mirado abordado de frente, puede quedarse allí, sin generar molestias e impedimentos en nuestra vida diaria.

Pero un día, como quien busca una cuchara en el fondo de un cajón, se lo ve y pero no se le da mucha importancia porque lo creí inofensivo, y ahí lo deja.

Y otro día, se lo vuelve a ver. Esta vez, más grande y es evidente que había crecido un poquito, pero “aparentemente”, sigue siendo inofensivo.

Hasta que un día, mientras se ordena algunas cosas o barriendo la cocina, aparece y es enorme, monstruoso y genera dolor, un dolor que pesa en el pecho y asfixia. Y las reacciones pueden ser diversas: desde intentar doblarlo y guardarlo, esconderlo debajo de la alfombra o dejarlo en un rincón.

Pocas veces se sabe cómo tratarlo, pocas veces se dimensiona su poder corrosivo.

Y como el alma conoce el sentir, va dejando pequeñas minas escondidas en el pasto, como minas en los campos de Vietnam. Casi como indicando de que allí hay trampas que deben ser vistas.

Hace un tiempo, identifiqué un par de ellos.

Algunas, fueron mirados de frente ni bien hicieron su aparición en escena. Otros, quedaron allí, sin ser vistos o sin siquiera atreverme a verlos.

Hace unas semanas, uno me tomó por asalto y golpeó en la boca del estómago y me dijo: “¡Te asusté, eh!”, mientras sonreía en forma maliciosa.

¡Sí, un poco!, le respondí y lo tomé del brazo para salir a caminar juntos.

A los pocos días, había desaparecido. Pensé que se había ido y no volví a pensar en él.

El sábado volvió a aparecer. Esta vez, no me dio un golpe en la boca del estómago y no me dijo nada, sólo se hizo sentir en su inmensidad y ocupó todo mi pecho.

Todavía no me habló. Sólo me mandó un emisario diciéndome que su enojo era mayúsculo porque no lo había tomado en serio.

Me recordó que cada día que pasaba, cada minuto, su fuerza se iba haciendo mayor.

¿Pero qué es lo que quiere que haga, alcancé a balbucear al emisario?

El emisario me miró por largos segundos y me respondió: “Quiere que cuando estés lista, lo busques, me dijo que vas a encontrarlo porque sabés a donde ir”. Se dio la vuelta, listo para irse, pero se quedó quieto unos segundos más, giró levemente la cabeza sobre el hombro izquierdo y me recomendó: “Llevá ropa de explorador… y un machete, vas a tener que hacer una picada (o sendero) para encontrarlo. Allí, está todo cubierto de malezas, esas que dejaste que crecieran por no mirarlo a tiempo”.

Con pasos lentos, calculados, como quien juega a la rayuela, se perdió en el horizonte colorado de la tarde.

Yo era un manojo de preguntas, comencé a andar a tientas por la casa a oscuras hasta que el cansancio me hizo sentar en un viejo sillón, allí –finalmente- pesadas lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Un poema mil veces releído

¿Mala madre?

Darse el tiempo